El Rey es un estrafalario.
Ordenó
que sembraran árboles en cada una de las naves de su flota de manera que las raíces beban mar y en las ramas
les nazcan frutos de agua. También ha decretado que cualquier alma con la mano
ducha para el dibujo debe enfocar el total de sus esfuerzos en reproducir al
papel cada una de las formas que adoptan las nubes. Mandó castrar -no sólo de
los testículos como es costumbre, sino del miembro en su totalidad- a los varones
nacidos en día de Saturno. Yo formo parte de ese experimental coro de
castrados. Mi voz es la de un bendito. Mi condena es cantar para un monarca
insatisfecho y despiadado. Su majestad utiliza los perfumes más dulces y
perdurables para aromatizar los ataúdes de sus amantes, por él asesinadas. Su
secta de soñadores pierde integrantes cada vez que es amenazado por la
pesadilla en que se le caen las muelas. La lista de excentricidades es extensa
y vigente.
Hace
poco llegaron dos sastres al imperio. Le han confeccionado un traje hecho con
tela invisible. Contento, se pasea por todo el castillo exhibiendo sus
grotescas e hinchadas carnes. Los castrados apretamos los dientes y conspiramos
en su contra mientras observamos su miembro; siempre erecto, poderoso y saciado.
Aparece el emperador y lloramos amargas lágrimas tan invisibles como el paño
mágico.
Nunca
perderá los dientes el Rey. Nunca. Sonriendo será recordado. No existen los
frutos de agua ni tampoco hay en el firmamento una nube con la forma de su
rostro y la naturaleza de los cadáveres es heder. ¡Demonios! Tampoco existe
tela invisible alguna.
Los
castrados jamás tendremos nuestra venganza.