jueves, 8 de agosto de 2013

Carta a una señorita en Cracovia


Jorge Carrión Castro
[Cover a Carta a una señorita en París, de Julio Cortázar]   

Kasia, llevo ya tres días instalado en tu ático de la calle Suipacha. Extraño nombre para una vía —por más angosta y discreta que sea— ubicada en el corazón de un barrio tan representativo del urbanismo catalán como el Eixample. Me cuesta creer que al doblar la esquina —seguramente la única en kilómetros a la redonda en la que la intersección de las calles forma un ángulo recto— uno pueda estar pisando ya las baldosas de Roselló, a tan sólo unos metros de Paseo de Gracia. Suipacha me suena inevitablemente a trópico, a selva, a bochorno amazónico; y al salir de casa me resulta muy raro caminar envuelto en esa canícula mental evocadora de aborígenes con taparrabos para un minuto después toparme con los abrigos, las bufandas y los gorros de los peatones y de los turistas que se arremolinan en torno a La Pedrera intentando capturar con sus cámaras una postal de invierno modernista. Entonces me suelo llevar una mano a la cabeza y la otra al cuello para comprobar con alivio que mi indumentaria es también la apropiada para no sucumbir ante las bajísimas temperaturas de estos primeros días de febrero. Te parecerá mentira, pero no ha parado de nevar desde que llegué. En serio. En cuanto salí del aeropuerto empezaron a caer pequeños copos y durante el trayecto en taxi hasta Suipacha me sorprendió ver cómo al otro lado de la ventanilla le iban saliendo cada vez más lunares blancos al aire. Y así ha seguido cayendo la nieve con variable intensidad. Lo sé: aun así no se compara con esos gélidos inviernos de veinte grados bajo cero propios de tu tierra, y sin embargo habrás de coincidir conmigo en algo: en Barcelona esto no pasa, esto no es normal.

Tampoco es muy normal, pensarás con razón, que haya decidido escribirte con esta tinta azul sobre papel cuadriculado, en lugar de enviarte un correo electrónico o un mensaje a tu cuenta de Facebook. Pues bien, son dos mis motivos para optar por esta reliquia de la comunicación humana. Primero: me ilusiona sobremanera usar este bolígrafo tuyo que encontré en tu mesa de noche junto al teléfono y cuya leyenda dice Unywersytet Jagiellońsky; siento como si sus trazos fueran más propicios para invocar imágenes en sintonía con este clima (su punta corre sobre el papel como las cuchillas de una patinadora deslizándose sobre un lago congelado, pintándolo de azul), y además me suelta la mano para escribir palabras que difícilmente encajarían en el texto casual y descuidado de un correo electrónico —acaso víctimas de obsolescencia—, palabras como reliquia, sobremanera, obsolescencia y menester. Segundo: es menester que te entregue personalmente esta carta en cuanto vuelvas de Polonia, y sobre todo verte leyéndola cuando llegues a la última página. Sólo así, tras conocer en ese mismo instante la respuesta de tus ojos a las revelaciones de estas líneas, podremos ponerle punto final. Pero no nos adelantemos. Aún quedan muchas cosas por decir antes de llegar a ese momento decisivo. Va a ser una carta larga, quizá de tantos folios como los días que habré de esperar antes de escuchar el rumor de la cerradura y de tus pasos cruzando la puerta… Acabo de hacer una pausa para mirar por la ventana. La nieve hoy cae copiosamente y de algún modo acorta las distancias. Suipacha de pronto es Cracovia. Al otro lado de la calle una mujer ha encendido las luces de su habitación y sentada ante su escritorio explora un libro voluminoso y toma apuntes. No alcanzo a distinguir sus rasgos, pero le pongo tu cara y te imagino en casa de tu madre traduciendo al español algún texto de Gombrowicz o de tu querido Sapkowski. Te llevas a la boca uno de esos cigarrillos delgados y al poco ya estás expulsando círculos de humo que viajan hasta el Mediterráneo, atraviesan las Ramblas esquivando a la muchedumbre y suben por Paseo de Gracia, siempre en ascenso, hasta internarse en el Ático 2ª de Suipacha 23 y colarse por debajo de la puerta de tu habitación, donde te pienso. Quisiera seguir imaginándote, pero una efervescencia de pelusa sube por mi garganta. Aquí viene la tos. Sin duda voy a vomitar otro conejito. Será el segundo. [Seguir leyendo]