jueves, 30 de enero de 2014

El vestido perlado / La ventana indiscreta


Ira Franco
[Cover a El vestido blanco de Felisberto Hernández con sampleos de La ventana indiscreta de Alfred Hitchcock] 

I

Yo estaba del lado de adentro del balcón. Un hombre de edad media con la pierna rota, enyesada, miraba hacia mi edificio a través de unos binoculares. La rubia que llegaba a veces a verlo tenía un aire como de princesa que bien puede interpretarse como el de una gran puta inasequible. Cuando la pareja se movía hacia el otro cuarto y desaparecía de mi campo visual, yo me quedaba mirando la ventana y su extraña blancura. No era blanca, era virgen y estaba lista. Cuando la princesa venía a cerrarla para guarecer el departamento de aquel viento de otoño, parecía que la ventana callaba en lugar de cerrarse. Dejaba de hablarme a mí y todo el vecindario, cerraba su enorme boca de vacío y trozaba sus sueños. 

II

Cada día el vecino de la pierna rota se sentaba a fisgonear la vida de las personas que vivíamos en este edificio frente a él y cada día lo miraba yo también fisgoneando sus movimientos intrusos. A veces se quedaba dormido antes de que la rubia llegara con un nuevo vestido perlado y toda la casa parecía entrar en un sueño peculiar, donde la ventana blanca, abierta, quería bostezar de forma perenne, sin descanso.

III

Los momentos más terribles eran aquellos en que manchaban la boquita blanca que me hablaba, aquellos en que cerraban la persiana y dejaban apenas entreabiertas las hojas para que la ventana se quedara en una mueca lamentable, donde la manija parecía una diminuta lengua y ella estaba cansada, quizás de ser ventana, quizás de tener que callar con el viento o dolida de la mandíbula por no poder cerrarse con el calor de la tarde.

IV

Una noche, la rubia vino ya muy tarde, pasada de copas y posó sus nalgas sobre el quicio de la ventana. Sus vestidos de princesa hacían poco por delinear el divino trasero, pero el talle —ese talle— prometía alguna locura dentro de las sábanas. La imaginé en mis brazos, con el orgasmo a punto, despojada ya de ese vestido. Fui feliz. Pensé en la boquita de ventana que, mientras ella se pavoneaba como un animalito grácil sobre sus molduras, se estaría saboreando.

V

Una mañana se me llenó el corazón de odio porque al tipo le habían quitado por fin el yeso. Podía levantarse y cargar a la rubia, sentarla en la mesa, quizás como un preludio, algún jugueteo de enamorados a los que la vida ha regresado al estado de gracia. Un poco más tarde, la ventana blanca se cerró por completo y las persianas fueron desenrolladas. Esperé a que el hombre saliera de su casa y crucé el patio que separaba ambos edificios con un paso acelerado, dispuesto a encarar a ese hombre que parecía arrebatarme algo con su mejoría. Subí las escaleras y tratando de abrir la puerta de su departamento encontré que alguien la había dejado mal cerrada. Podría abrir esa puerta, ocupar ese espacio y mirarlo, entrometerme en esa vida que sólo alcanzaba a ver a través de una ventana blanca que parecía gritar de terror y cantar y bostezar, todo al mismo tiempo. Caminé despacio hacia la recámara y ahí lo vi: el vestido perlado de la rubia yacía en el piso. Parecía ella sin cabeza, ni brazos, ni piernas.  

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